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1. En mi escuela pasan cosas raras (suspenso)
No sé si a ustedes les habrá pasado alguna vez lo que me ocurre a mí. Esto es casi un secreto. Yo creo que en mi escuela pasan cosas raras. Algunos me pueden decir: “No te sucede nada raro, son cosas que pasan siempre en las escuelas”. Sin embargo, ¿qué quieren que les diga? A mí me preocupa y no tengo con quién compartirlo, porque en esta escuela, y perdónenme si soy insistente, pasan cosas raras.
Todo comenzó más precisamente el primer día de clase.
¡Una mañana soleada, con un cielo diáfano y sin una sola nube! —según exclamó a todo pulmón la directora en el patio, porque nadie había podido hacer funcionar el equipo de audio.
Yo era nuevo y, claro, se me notaba: estaba impecable. No es por nada, pero tenía una pinta bárbara y modestamente yo lo sabía.
Esa mañana —la recuerdo como si fuera hoy— fue la primera vez que pasó algo raro. En primer lugar, nunca había visto tanta cantidad de niños juntos y eso me aterró un poco, no voy a negarlo. En segundo lugar, sentía que estaba solo y que nadie me quería mirar; era como si fuera la libreta de los deberes: tenía la sensación de que me evitaban.
No soy un perseguido, si es lo que están pensando. No. Era en serio: no me miraban, no me hablaban, me ignoraban. Directamente no existía.
Yo sabía que era nuevo y que eso no es fácil para nadie; entonces sucedió: alguien se me acercó y me tocó.
Fue un poco extraño. Yo no estaba preparado; quiero decir, no sabía que iba a ser en ese momento, y de pronto todos quedaron contemplándome como si yo fuera el único de la clase.
Tengo que aclarar que me observaron sobre todo porque empecé a reírme. Es que me dieron cosquillas. No cosquillas así nomás, no; me dieron cosquillas de las que te hacen reír como una cacatúa con hipo, que en realidad no sé muy bien cómo se ríen porque nunca conocí a ninguna cacatúa con hipo.
La maestra se levantó los lentes. Dicho sea de paso, tenía lentes, unos lentes muy lindos con forma de avispa y un collar largo de piedritas rosadas del cual colgaban para que no se le perdieran. Bueno, pero eso son detalles. La maestra de ojos oscuros y penetrantes preguntó:
—¿Quién se rió? A ver, ¿a quién le causa tanta gracia que mi nombre sea Petronilda?
Las miradas de todos se fijaron en cosas importantes, como las ventanas, las baldosas, las uñas, los cordones de los zapatos, las gomitas de pelo, las cartucheras. Después vino una seguidilla de toses. En fin, ninguno quería mirarla. Por eso ella los escudriñó por encima de los lentes y luego hizo de cuenta que no había pasado nada y siguió con el apellido, que por cierto era largo como un apellido largo.
Yo no lo pude evitar y, como me volvieron las cosquillas, me reí de nuevo. La maestra se bajó los lentes, me miró, después se los levantó y se los acomodó otra vez. Me di cuenta de que aquello no era nada bueno y que se venía un momento difícil; estaba punto de hacer explosión. Inesperadamente alguien golpeó y el pomo de la puerta giró como en cámara lenta deteniendo las palabras que seguramente iban a salir de la boca de la maestra, y lo afirmo porque justo tenía la boca abierta.
—¡Muy buenos días!
—¡Buenos días! —repitieron todos a coro.
—Permiso, maestra —y la directora sonrió, lo que fue aprovechado por la maestra para cerrar la boca y devolverle la sonrisa—. Yo quería conocerlos y presentarme formalmente. Soy Teresita, la directora, y quiero darles la bienvenida al aula. Voy a ser muy breve porque tengo otras clases que visitar…
La maestra puso cara de alivio y se dedicó a escucharla y a observar a los alumnos que a partir de ese día vería durante meses. Todo iba bárbaro, la directora era macanuda, hizo un par de chistes a cerca del patio y del micrófono que no funcionó, y casi al final de su charla se me acercó, tomó una tiza y dijo:
—Lo voy a resumir en una sola palabra —y escribió en cursiva con esa letra linda y única que tienen las maestras y las directoras—: Bienvenidos.
No pude aguantar y empecé a reírme como loco; las cosquillas se me hicieron insoportables y largué la carcajada. La directora miró a la maestra y la maestra de inmediato exclamó:
—¡Yo no fui!
—¿Quién fue? —se enojó la directora, que sería macanuda pero no le gustaba que se le rieran en la cara.
De pronto uno que estaba en el fondo, y que tenía el pelo casi tapándole un ojo y carita de bueno, hizo un gesto poco frecuente, sobre todo en el primer día de clase: levantó la mano.
—A ver, usted, el del fondo. ¿Usted fue el que se rió a carcajadas? ¿Podemos compartir el chiste? —preguntó la directora un poquito inquieta, por no decir enojada como un chivo.
—Yo lo que quiero decir —tragó saliva el flaquito —es que me parece que…
—¿Qué m’hijito? ¡Hable de una vez! —lo apuró la maestra.
—Me parece que… —balbuceó el niño y mentalmente se preguntó como dos mil ochocientas cuarenta nueve veces por qué había levantado la mano y no se había callado la boca.
—No tenemos toda la mañana, ¿me puede decir qué es lo que le parece? —juntó presión la directora.
—Me parece que en esta escuela… pasan cosas raras —concluyó finalmente el flaquito del fondo.
La directora miró a la maestra y la maestra miró a la directora: no entendían qué había querido decir el niño, por eso le pidieron una explicación:
—No sabemos a qué se refiere con raras. ¿Me podría explicar, mi querido, a qué se refiere? —se exasperó la directora.
—¿Fue usted el que se burló y se rió mientras nosotras escribíamos? —quiso saber la maestra.
—No, yo no fui. Fue el pizarrón —y me apuntó con un dedo.
Entonces todos le clavaron los ojos al flaquito como si fuera un extraterrestre sin nave sentado en el banco de la escuela.
Desubicado como dulce de leche en refuerzo de mortadela. Eso fue lo que pensó la directora, claro que no lo dijo.
—¿Usted qué desayunó? —se preocupó la maestra.
Yo ya me había calmado y no quise aclarar nada, por las dudas, aunque el niño del fondo me cayó simpático de entrada. Por eso, insisto, en esta escuela pasan cosas raras, como esta, por ejemplo: descubrir en mi primer día que soy un pizarrón alérgico a la tiza.
Ahora que ya van dos semanas de clase y estoy un poquito más usado, y que me escriben números y hacen cuentas, y que me borran y me vuelven a escribir, estoy un poco más acostumbrado, pero de todas formas a veces me dan cosquillas o estornudos. Sin embargo, no es porque sea un pizarrón nuevo, yo me considero un pizarrón normal; para mí que lo ocurre es que en esta escuela pasan cosas raras.
Y ahora los dejo porque me van a escribir los deberes y ya me están dando ganas de estornudar.